miércoles, 3 de julio de 2013

LECTURAS VERANIEGAS


Conejo Funámbulo


A cualquiera le acostumbra la presencia de un gato en casa, lo mismo que si se pasa del día a la noche dándole mimos a su perrito coscón. Hace sólo unos días, paseando, ojo avizor, por la Cuesta de Moyano –un lugar de encuentros que aún queda en Madrid- me sorprendió el escueto título de un libro al que enseguida destaqué entre los demás: Mi Búho. Nada más cogerlo, pensé en la confianza de su autor sobre el posible número de aficionados a los búhos, tantos, pensaría que habría, como para dedicarle a los mismos nada menos que un libro sin más promesas que la de llegar a saberlo todo acerca de los búhos, así en general, y en particular, cada uno sobre el búho que supuestamente tendría en casa, a lo probable, interponiéndose entre él y su esposa, encargada, por su parte del cuidado de los hijos en un acordado reparto de tareas domésticas. La cosa de rodearse de animales, animalillos, bichos de toda especia, parece, en efecto, algo común y habitual en estos tiempos en que hay hasta quienes adoptan niños de muy lejana procedencia, por aquello de tener hijos exóticos, digo yo que será. Pero bueno, al margen de esta desconsideración hacia los buenos adoptadores, la cuestión es que se amparan por igual perros que gatos, búhos, caballos, boas constrictor, caimanes, lores, iguanas y hasta virus y piojos, quizá como antídoto generoso contra tanta aplastante soledad que se da al cerrar la puerta de casa.

Por ello, tampoco debe extrañar si un día oyes hablar de un amigó común a quien le ha dado por hacerse con un pájaro de las indecisiones, un centauro errático, el último de los cisnes eróticos, una delecta celosa o el célebre depredador asiático, por citar sólo algunos de los bichos (categoría que sólo muestra indecisión al respecto de los animales que nos son extraños) que alguien a quien, hasta el presente, tenías por un sensato, maduro, aun cuando algo dado a niñerías, como es esto de escribir de bichos, escribir poemillas tan ligeros que se deshacen, y eso que tiene aspecto de abogado de los Tribunales, vive (vivía) en Málaga y estaba protegido por los ángeles hasta el punto de quedar, una vez, 1989, finalista del Premio Nacional de Literatura, lo cual es casi preferible a ser el ganador absoluto, pues los segundones nunca a las tan malas envidias.

Es el caso -pues no vayan a creer que les estoy mintiendo, que aprovecho la ocasión para endilgarles una invención mía- de Rafael Pérez Estrada y su magnífico Bestiario de Livermore, compuesto a mano e impreso en la imprenta Dardo, antes Sur, de Málaga, el día 20 de diciembre de 1989, estando la edición al cuidado de su autor y contando de 250 ejemplares.

No crean, pese a todo, que la nómina de animales y bestias que Rafael nos regala en el Bestiario de Livermore es tan estrafalaria como, a tenor de los nombres con que los bautiza, nos pudiera parecer. Basta con mirar en cualquier enciclopedia para comprobar lo errático que andábamos, pues ahí, en la enciclopedia más sesuda y contrastada, es posible darse también de bruces con la Nigella damascena –que se planta, la Noctua pumila, el Paleamos squilla –que es como le dicen al camarón fuera de Cádiz-, la Synallaxis sórdida –qué hará en sus ratos libros este animal para merecerse tan desalentador nombre-, o la Calliphora vomitaria –de fácil encuentro en los retretes públicos de algunas grandes urbes. Ante tales nombres de rancia significación, poco nos ha de extrañar un Niño pájaro si nació de la Mujer loro; un Toro místico si se escapó de un poema lorquiano; la Ave de la metamorfosis si es pariente del mismísimo Frank Kafka.

Lo que sí distingue a los animales de Pérez Estrada son sus quehaceres cotidianos. Mientras un bicho cualquiera sólo se plantea –y…- la perpetuación de su especie: comen y follan la mayor parte del tiempo, no deja de sorprender que, al lado, sobrevivan otros que se alimentan de los huecos y vacíos que los bañistas causan al nadar; otros con la imaginación suficiente, pero angustiada, para conservar en ella el paraíso perdido. Que haya bestias capaces de volar paradas, de luchar con el atributo de lo masculino, de vivir en los corazones de quienes añoran los días de lluvia tras los cristales de las habitaciones solitarias o de denunciar las intrigas amorosas con las que algunos jóvenes, en exceso vehementes, intentan alterar la paz doméstica en la casa del rey.

En fin, un auténtico muestrario de ‘monstruos afables’ con los que podrán solazarse los días de más calor de este largo verano que ya padecemos, lejos, muy lejos y a salvo de esos otros ‘monstruos desagradables’ como son los que pueblan los periódicos. Mosquitos del género de los phlebotumus.

Nota. Como casi con seguridad les será imposible hacerse con un ejempla de el Bestiario de Livermore, les recomiendo que, en su defecto, pasen los días jugando con sus críos, antes de que ellos se conviertan también, por su descuido de ellos, en unos bichos raros, raros, raros (el papá de Julio Iglesias). Aquí quería llegar.

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