En aquella tierra el arte del
retrato alcanzó tal magnitud, que, con el tiempo, el dibujo de un cabello lo
cubría todo de un extremo a otro.
Entonces, los hombres dejaron
de contar en el relato de los hombres y desaparecieron como por embrujo.
Las antiguas propiedades de
los hombres, descuidadas, abandonadas a las inclemencia de las estaciones,
desaparecieron igual.
Nada quedó, al cabo, de
aquella civilización de los hombres que supieron elevar el arte del retrato por
muy encima del arte.
Siglos más tarde unos
extranjeros ocuparon el lugar de los antiguos, animados a establecerse.
No hallaron dificultades.
La tierra había vuelto a ser
fértil.
El aire bondadoso.
Los días dóciles y las noches
sencillas.
Nada de aquel lugar les
desfavorecía.
Fue al cabo de unos años, una
vez hubieron levantado las Instituciones en las partes más altas del terreno,
cuando empezaron a escucharse unas raras voces que venían de ninguna parte. A
veces eran lamentos; a veces cánticos que los poetas recién formados se
aprestaron a recoger.
Más tarde, comenzaron a
mostrarse unas apariencias obtusas a los cuales los artistas dedicaron su
entusiasmo dándoles formas más precisas con las que fueron adornando las plazas
de las ciudades.
A esas voces y a esas imágenes
encomendaron las Instituciones la protección de los ciudadanos promulgando
leyes que, sin razón aparente, limitaban su número.
Finalmente, sólo un poema
quedó como El Poema. Sólo una imagen se aceptó como la de un Dios.
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