Un día perdí mi anillo de
casado
y huí de ella como quien
escapa del fuego:
a tientas.
Estábamos en el mar.
Yo nadaba cerca del hijo que
teníamos.
En un momento, estiré el brazo
para salvarlo
y el anillo salto de mi dedo
de manera salvaje.
Al salir del agua el niño
sonreía feliz y a salvo.
A mí se me escapó un suspiro.
Su madre, mi casada, lo tomó
en brazos
y juntos ocuparon la toalla de
extremo a extremo.
A mí me desterraron.
Fui a comprar unos refrescos y
una bolsa de patatas.
Cuando volví mi casada y mi
hijo ya no estaban.
Corrí a buscarlos, pero corrí
en la dirección contraria.
Fue un extraño suceso,
me contaron, más tarde, los
periodistas que cubrieron la noticia.
De repente, en el mar se abrió
un enorme agujero,
cuyos bordes brillaban como
los de un anillo de oro,
y en nada se lo hubo tragado
todo.
Así como si una potente
máquina de fotos, al dispararse
–es lo que tienen las armas;
su peligro–, hubiese borrado el original
a favor de una copia que,
pensándolo bien, nadie sabe dónde va.
Yo sí, claro. Pero callé.
Hablar me hubiese inculpado.
No sólo de la desaparición de
ella, mi casada, y del hijo que criábamos juntos,
lo cual sería suficiente para
una justa y larga condena.
Puestos a ello, me habrían
atribuido, incluso,
el desajuste global del
Universo.
El vacío que reinó desde
entonces de este lado del agujero,
donde apenas si sobrevivimos
siete mil quinientos millones
–algo menos si descontamos a
ellos dos: mi casada y nuestro hijo–
de desatentos.
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