(A
Marinela Hernández Sánchez)
Para
el sentido común el término Mito señala aquello que, en principio y por
principio, nos puede parecer una impostura (leyenda, cuento, ficción, revuelto
como en botica), la cual, no obstante y gracias a lo amable de su apariencia,
tampoco nos acaba de resultar un ‘mal comienzo’. No se trata, claro, de un mero
y oportuno juego de palabras, sino de cumplir con el deber de reconocer que la
realidad, lo real, nos alcanza a posteriori, en el luego de estar ya en la
posesión, siempre frágil, de las palabras. Y el mito –al decir de algunos con
autoridad suficiente- es la palabra misma. Esa palabra que el niño al echar a
hablar balbucea, repite, recita sin saber todavía qué anda pidiendo ni por qué,
sólo en tanto esa letanía de palabras lo enternece, y quizá hasta lo duerme para
así poder soñar las cosas ciertas escondidas en esos vagos sonidos que salen de
su boca, como el agua del caño de una fuente: fresca, cantarina.
Los
mitos nos ofertan las imágenes de un origen sin continuidad, pero, sin duda,
más complaciente que las certezas de la ciencia que nos vinieron luego irrenunciables.
No en vano el mundo del que hablan los mitos era un mundo de dioses, de héroes,
de seres, en fin, fabulosos, como tal vez en la intimidad más protegida nos
pensamos cada uno de nosotros. Y a los dioses, a los héroes, a los seres
extraordinarios del interior del ‘había una vez’, les basta con apalabrar sus
pensamientos para que estos cobren, si no carne y hueso –el maldito peso nuestro-
sí la presencia sutil de algo tan informe como puede ser el agua, siempre en
movimiento, en retirada, despidiéndose, como si no quisiera imponerse con la
brutalidad que albergan sus frecuentes enfados, pero sí quedar, permanecer como un recuerdo de lo imposible que, pese a
todo, nos habita.
Pues
bien, estando en esta tesitura, con medio cuerpo en el territorio del mito y el
otro medio cruzado ya el umbral de la razón, se me ocurre pensar que esa
memoria de la Nada primigenia –pero tan poblada- que la ciencia acaso haga bien
en cuestionar por el bienestar de todos, se recupera y se hace patente en el
instante mismo de la escritura, una avanzadilla, tanto como en los preparativos
de cualquier viaje, por mar con preferencia. En ambos casos, quizá se actúe de
manera irreflexiva (la razón de no ser
razonable es una sinrazón cualquiera, me advirtió un viejo compañero la vez
que ambos quisimos amigar a fondo con las palabras), mas en la firme confianza
de que será la mano y serán los pies los que nos lleven a través de esa
superficie vacía y repleta de misterios
(Ory) que es el papel en blanco y lo es también el mar a su manera. Aquel que
escribe y aquel que se embarca, abandonan por igual, con idéntica decisión, la
tierra firme, prueban el fruto prohibido, y sin que nadie ni nada les sirgue
desde las orillas, se adentran desprevenidos en un territorio sin cartografía
ninguna, tan sólo guiados por el rumor de sus propios pasos, que, extrañamente,
parecen venir de antes de ellos; estar ahí desde antiguo, con sólo prestarle
oídos. Y para ello –preciso reconocerlo y no perder del todo la mesura con uno
mismo- hay que andar un poco loco. Lo suficientemente ensimismado como para dar
por bueno que de haber la verdad sospechada, ésta queda lejos, apartada, y hay
que salir a su encuentro sin pérdida de tiempo, aun cuando ello pueda suponer
perderse por el camino, gastar el propio tiempo y no tenerlo ya para el
regreso; porque, sin mapa -pero dentro de la razón puritana que anima al
convencido de cualquier causa por
imposible que parezca-, nadie puede saber a ciencia cierta (perdón por el pleonasmo)
si ha llegado o no, y entonces sólo caber seguir más lejos, siempre más lejos,
esperanzado, gozoso del viaje, convenciéndote a cada paso, a cada palabra
escrita.
Marineros,
escritores, nautas de la tinta o del agua, vesánicos de una única manía con los
cuales Platón hubiese hecho un hatillo y arrojado al mar, fuera de su ciudad
ideal, y como Cristo hará en su momento con los cerdos a los que contagia la
locura de los hombres, son como parientes lejanos que han de viajar, viajar
permanentemente, eso los congrega, siguiendo la voz de sus ensueños, al compás
de una memoria que conserva el secreto de lo que fue y -¿por qué no si el mundo
no deja de parecernos redondo?- todavía
queda por descubrir en su inalterable incomparecencia.
(Continúa...)
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