En
la Secta de los orgamistas (popularmente
conocida como ‘los de la Zambomba’) perdura un rito iniciático secreto (aunque
no tan secreto si hablamos de ello) consistente en que el aspirante a Orgamista
de Número, una vez empalmado –dicho de manera metafórica-, una vez tiene el
miembro como el cuello de un cantaor (exageración flamenca recogida por Pedro
G. Romero en su extraordinario Grandes
dechados de un Arte grande), se ha de mantener inexpresivo, contenido,
estatuario, mientras un caracol de jardín le recorre el susodicho miembro
(cola, pene, pito), ahora en su máximo esplendor, desde un extremo al otro del
mismo; o sea, desde la sínfisis del pubis hasta el desprotegido pero triunfal
glande. Sólo si el caracol funámbulo logra coronar sin que el neófito a prueba decaiga
en su resistencia ante los incontinentes empujes del Orgasmo, se le concede al
pretendiente, al bisoño y, sin embargo, arrogante novio, el derecho a contar,
con todos los pronunciamientos a favor, y como uno más de los mismos, entre los
sectarios de primer año. Sandungueros los denominan, pues aunque dotados de la
gracia, del donaire de los recién llegados, con su savia fresca, todavía le
falta adquirir la experiencia suficiente (la cual siempre es poca) para
alardear de ello entre los veteranos del Gremio.
Sobra
advertir que semejante prueba, en sí misma una proeza digna del mayor encomio,
sólo es factible superarla luego y a través de un arduo e ininterrumpido
entrenamiento. Mas les podemos asegurar con responsable convicción, que ninguno
de los aspirantes a orgamista entrevistados para la redacción de esta nota
rumorosa, incluso aquellos que se quedaron a las puertas sufriendo un revés a
todas luces lacerante, se mostró contrario a la misma.
En
cualquier caso -nos aseguraron- los
duros meses, para muchos años, de entrenamiento nunca es un tiempo perdido,
magdaleniense. A poco que te apliques, si verdaderamente te entregas, adquieres
una ética, una manera de ser, que luego te ayuda mucho en la vida.
Diga
usted que sí.
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