Quien no tiene donde caerse
muerto, pues eso, que a lo mejor ni se muere. O si se muere –lo más probable,
puesto que el desconocimiento de la norma no libra de su cumplimiento, ¡maldita
sea!– no será porque se caiga en el lugar y el momento apropiados. Así que su
muerte –tan sólo una sospecha para quien, dado el caso, lo hubiese conocido
tiempo atrás, cuando aún no era un don nadie sin tener donde caerse muerto– no
constará en ninguno de los libros de oficio de ninguna funeraria.
Su cadáver, bien es verdad,
podría servir para cimentar el Monumento al Muerto Desconocido. Pero de estos aliviosos
monumentos esta el mundo demasiado lleno como para tenerlo en consideración. De
lo contrario, de pensar mucho en ello, a lo mejor empezamos a temernos que esos
que mueren, porque así es el juego, sin un lugar donde caerse muerto, es verdad
que no mueren: se reencarnan en cualquiera de nosotros apenas nos descuidamos.
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