viernes, 3 de agosto de 2012

Discurso de la sierpe veraniega. Iª entrega


Me importa la piel de un plátano (aun cuando bien secada, desmenuzada y fumada con finas hebras de tabaco rubio produce algunas estupefacciones menores, con las cuales habremos de apañarnos entretanto perdure –y parece fiarlo largo- esta edad de la miseria globalizada en curso) el hecho inédito de que a los empleados de la Administración Pública –en nuestro país más compleja que el mismísimo Misterio de la Trinidad- de la noche a la mañana, como por las artes de un trilero omnipudiente, les hayan arrebatado ‘los moscosos’, días de ocupación personal, así llamados en tan conciso como preciso homenaje a su inventor, Javier Moscoso del Prado y Muñoz, diciembre 1983. Eso les pasa por tenerlos, me dice el gallego resabiado que de un tiempo a esta parte me ha realquilado un rincón de mi conciencia social. Como están las cosas, no me cupo otro remedio para aliviar la hipoteca de la que algún lejano día será la casa de mis nietos, si la autoridad competente no lo impide. 

Preocupado, como ya pueden compartirlo, en mis asuntos propios (solucionarlos entraba en el espíritu de los moscosos), lo de los asalariados del Estado, las Comunidades, los Ayuntamientos y cuantas otras corporaciones de ‘interés público’ se dan en esta tierra, antaño de María Santísima, no merecería mi atención si no fuera por ese manifiesto afán de los mandamases de cambiar el nombre de las cosas en aras de una supuesta corrección que, en realidad, una vez traducida su lengua al ‘habla común’, no hace sino confundir y atribular el natural ‘estado de las cosas’ mismas. 

Aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Pero, añadía el humorista Perich, pasa al Liceo. Nos mean encima y dicen que llueve. En fin, que sobran proposiciones humorosas para desmontar el vocabulario de lo políticamente correcto, donde no tienen cabida ni el humor ni lo afrentoso, dos cualidades que por sugerencia indirecta de Rafael Sánchez Ferlosio me atrevo a considerar consustanciales a lo político en su práctica cotidiana. Se refería, concretamente, Ferlosio al ‘modelo español de disputa’ en bares y tabernas, oponiéndolo, ‘verbi gratia’, a la actitud diplomática a la page. Allí, decía Rafael, se comienza por el insulto, la afrenta y la continua amenaza de pasar a las manos, en cuanto salgan a la calle precisamente a eso, a liarse a mamporros. Pero para cuando entonces debía sucederse lo inevitable anunciado -se reía él- andaban ya los corrupios contendientes tan acogotados por la fuerza de su verba alimentada de alcoholes varios, que la pelea propiamente dicha quedaba para otro día, sine die si se prefiere. Por contra -comparaba arrimando el ascua a la sardina tabernaria- los gobiernos empiezan mandando sus tropas a guerrear los cuerpos, y sólo una vez se han apalizado unos a los otros, y tanto que ni fuerzas le queda a ninguno para recoger a los heridos y enterrar a sus muertos, envían a los siempre a salvo diplomáticos –tontos no son- a parlamentar una paz (pax mafiosa) que sólo la susodicha guerra había dejado en  suspenso. 

O sea, cuánto más sería de preferir el ver a los parlamentarios, senadores, concejales y demás elementos de la ralea política, mentándose las madres, echándose en cara las depravaciones más íntimas y -si hasta esto fuese preciso ‘en forma y lugar’, sin salirse del espacio (lona, tatami, terreno de juego) democrático- arrancándose los pelos a tirones, amoratándose las jetas, partiéndose brazos y piernas y… pero no voy a seguir por estos andurriales…, antes de verlos, como los vemos, amablemente sentados alrededor de una mesita baja de cristal traslúcido donde reposan los telefoninos sin jamás dejar de sonar (¿precisa alguna ayuda? ¿le enviamos la Seguridad?), parloteando muy correctamente de cómo camuflar los problemas que ellos mismos no dejaron de crear sin salirse por ello de su recurrente y metafísico ‘solucionario de problemas’ (programa, programa, programa, clamaba en el desierto un cordobés estoico de nombre Julio Anguita antes de pinzarla con don Aznar y dar así la orden de salida de cuanto nos acontece). En este sentido, y por poner un par de ejemplos -los cuales nunca vienen mal, ilustran y aleccionan- debo confesar que en absoluto me desagradaron los aplausos miserables de la barra-brava de la derecha mientras don Rajoy anunciaba sus recortes de barbero alopécico y envidioso de las greñas de un cliente que, confiado, dormita mientras espera despertar mejorado, ya que no en su esencia, al menos en su apariencia. Como tampoco el que la Fabra –esa señora con nombre de hilo remendón- gritase alborozada el ya famoso ¡Que se jodan!, a la vez que su patriarca, desde el púlpito, daba el conceptual tijeretazo sobre la ayuda a los parados de sospechosa duración, porque, suponía él con la mejor de las intenciones, así se sentirían ‘elevados’ a buscar –cual Diógenes caseros- el empleo (infructuosa empresa de por sí) que sólo la desidia amplia y secularmente instalada en la genética patria, les borra de entre sus expectativas vitales. 

Cierto y verdad que ni el uno ni la otra trataban de ofender a nadie con sus dimes y desplantes, faltaría más. Ante la cruda realidad presente y futura que pronosticaba don Rajoy -registrador de la propiedad antes que presidente-, la Fabra, temerosa de hallarse entre los de la sibilina referencia, recordó de sus años de estudianta mo(n)jigata la imprecación con la que don Miguel de Unamuno respondiera sobresaltado a los europeos que achacaban el consuetudinario atraso español a su falta de inventiva. Y si don Miguel se atrevió a soltar aquel gallardo, por cabreado, ¡Que inventen ellos!, la Fabra, más castiza si cabe que el bilbaíno por cuanto fallera valenciana, quiso remedarlo con un triunfal e imperioso: ¡Que trabajen ellos! Pues esto y nada más que esto viene a significar el ¡Que se jodan! salido de su boca cual equívoco inoportuno, una vez la chiquilla no hizo sino meter la mano en los usos metonímicos ppopulares; tomar el efecto (estar jodidos) por la causa (tener trabajo), así como ya se valen ella y los suyos del mismo ‘arte de la figuración’ a la hora de tomar la parte: la mayoría parlamentaria, por el todo: mayoría absoluta, aun cuando al sentido común se le niega la comprensión de que lo mayoritario sea de pleno derecho lo absoluto (y ya veremos más adelante lo que tal creencia trae consigo).

Pero ofendieron. Mosquearon. Encresparon sus ‘nobles modales’ a más de cinco y pico millones de sujetos en inactividad forzosa que se vieron, ellos sí con razón, señalados por el dedo malsino del señor presidente del Gobierno de España y quinto de Alemania, y la voz traqueteante (de traca) de la Fabra, que, como el eco en la montaña, subía entre los atronadores aplausos, y sólo faltó que desde el tendido favorable (de sombra) se agitara un mar de impolutos kleenexes blancos reclamando la oreja y el rabo (de mucho más provecho) de un parado o una parada para premiar la gran faena recién realizada por el mataor.

(continúa...)

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