viernes, 11 de mayo de 2012

Historia de la Yerbabuena


La yerbabuena debió ser criatura o cosa que se le ocurriera a la imaginación barroca y desbocada de don Luis de Góngora y Argote. Una de esas muchas y variopintas noches que don Luis se las pasaba, luego que colgaba la sotana en la alcayata tras la puerta, paseando bajo las estrellas encendidas por la playa cordobesa del río Guadalquivir, allí donde el Guadalquivir se dobla y recupera su vieja forma de luna mora, habría de ser cuando lo pensara. Mas, dejó pasar la ocasión, atraído, quizá -¿quién es uno para saberlo?- por el repentino brillo blanco de una luciérnaga, la cual, en la realidad, no era sino el farolillo mal alimentado de aceite de una casa de citas para hombres, como ya pudo comprobar él mismo al acercarse. Este abrírsele los ojos ante lo que tomara por luciérnaga, lucerillo o candelilla, y no era más que lupanar, le obligó a huir de allí con la premura que le daban sus cortas piernas y a ello se debe que ya don Luis, en su ciega carrera, pasara por alto la Yerbabuena y no se parara con ella, ni siquiera a darse las buenas noches.
-          Buena noches, don Luis.
-          Buenas noches, Yerbabuena.
-          Ahí vamos.
Sobra decir que este diálogo ni siquiera tuvo empiece, pues don Luis había huido del lugar mucho antes y la Yerbabuena se las tuvo que ver negras para venir al mundo sola, como a la mañana siguiente la encontraron. Y no una ni dos ni tres, cuatro mujeres, que o bien iban alegres a recoger las aceitunas tan de madrugada o se retiraban cabizbajas de esa labor oscura que tanto las lacera y cuyo nombre es daño incluso pronunciarlo, quienes hallaron, tirado entre los matojos, el cuerpecito todavía sin vida de Yerbabuena. Lo recogieron del frío y húmedo suelo, y lo arrastraron con ellas hasta allí donde fuera que fuese o se volvieran.
Con Yerbabuena en los brazos de una de aquellas samaritanas, fue la más vieja de las cuatro la que habló primero:
-          Pobrecita niña.
A lo que las demás, atentas, consistieron:
-          Qué poquita cosa.
-          Mi niña reina.
-          Para mí que me la quedo.
Porque ya las cuatro se sentían las madres de Yerbabuena, quien, poco a poco, entre las caricias y mimos de las parturientas,  
una le daba la teta
dos le colocaba los paños
tres le calmaba el llanto
Y la menor de las cuatro, le hacía reír con sus encantos,
volvió a renacer Yerbabuena entre los dimes y diretes de las gentes bien pensante, esas a las que no les gusta que el mundo, tenga su pizca de menta picante.

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