La yerbabuena debió ser criatura o cosa que se le ocurriera a la
imaginación barroca y desbocada de don Luis de Góngora y Argote. Una de esas
muchas y variopintas noches que don Luis se las pasaba, luego que colgaba la
sotana en la alcayata tras la puerta, paseando bajo las estrellas encendidas
por la playa cordobesa del río Guadalquivir, allí donde el Guadalquivir se
dobla y recupera su vieja forma de luna mora, habría de ser cuando lo pensara.
Mas, dejó pasar la ocasión, atraído, quizá -¿quién es uno para saberlo?- por el
repentino brillo blanco de una luciérnaga, la cual, en la realidad, no era sino
el farolillo mal alimentado de aceite de una casa de citas para hombres, como
ya pudo comprobar él mismo al acercarse. Este abrírsele los ojos ante lo que tomara
por luciérnaga, lucerillo o candelilla, y no era más que lupanar, le obligó a
huir de allí con la premura que le daban sus cortas piernas y a ello se debe
que ya don Luis, en su ciega carrera, pasara por alto la Yerbabuena y no se
parara con ella, ni siquiera a darse las buenas noches.
-
Buena
noches, don Luis.
-
Buenas
noches, Yerbabuena.
-
Ahí
vamos.
Sobra decir que este diálogo ni siquiera tuvo empiece, pues don Luis había
huido del lugar mucho antes y la Yerbabuena se las tuvo que ver negras para
venir al mundo sola, como a la mañana siguiente la encontraron. Y no una ni dos
ni tres, cuatro mujeres, que o bien iban alegres a recoger las aceitunas tan de
madrugada o se retiraban cabizbajas de esa labor oscura que tanto las lacera y
cuyo nombre es daño incluso pronunciarlo, quienes hallaron, tirado entre los
matojos, el cuerpecito todavía sin vida de Yerbabuena. Lo recogieron del frío y
húmedo suelo, y lo arrastraron con ellas hasta allí donde fuera que fuese o se
volvieran.
Con Yerbabuena en los brazos de una de aquellas samaritanas, fue la más
vieja de las cuatro la que habló primero:
-
Pobrecita
niña.
A lo que las demás, atentas, consistieron:
-
Qué
poquita cosa.
-
Mi
niña reina.
-
Para mí que me la quedo.
Porque ya las cuatro se sentían las madres de Yerbabuena, quien, poco a
poco, entre las caricias y mimos de las parturientas,
una le daba la teta
dos le colocaba los paños
tres le calmaba el llanto
Y la menor de las cuatro, le hacía reír con sus encantos,
volvió a renacer Yerbabuena entre los dimes y diretes de las gentes bien
pensante, esas a las que no les gusta que el mundo, tenga su pizca de menta
picante.
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