Todo terminó para enseguida comenzar de nuevo, cuando
la construcción de la Torre de Babel, en la remota llanura de Senaar, se vio interrumpida
por causas que no vienen al caso.
Una mañana, probablemente primaveral, de mediados
de abril me atrevería a aventurar, nada más reunirse en la plaza vacía al
objeto de planificar buenamente las labores del día, los hombres que, no
obstante, quedaron desocupados, sin nada con que entretener su ocio, se
dijeron: Nos merecemos un reconocimiento,
pero como no nos lo hagamos nosotros, ni dios va a dárnoslo. No hubo
rebatimiento. A excepción de las mujeres, mucho más sensatas, todos estuvieron
de acuerdo y enseguida se pusieron a la tarea. ¿Qué tarea?, se atrevió a
preguntar el incordio de turno, para el caso, un estudiante de la sociología
por llegar. Un silencio pesado amorteció a la improvisada asamblea. Todos
–menos las mujeres, que seguían a lo suyo– se sintieron acomplejados ante su
falta de ideas. Mas enseguida vinieron al rescate los Constructores. Levantemos una torre –propusieron. Y
como nada tenían mejor que hacer, ya estaban manos a la obra, antes, incluso,
de firmar las contratas y se estipularan sus sueldos.
Hubo los que cocían ladrillos; los que argamasaban
la tierra con agua a la que añadían un feo y apestoso ungüento; los que traían
el betún de Judea desde el no muy lejano lago Asfaltites; los que alineaban los
ladrillos y, en fin, los que daban las órdenes, dirigían las obras con una gran
pericia, como si en verdad supiesen lo que estaban haciendo, y los que, por la
edad o por culpa de alguna tara física que los aminoraba, miraban y asentían
complacidos ante aquel tan fenomenal espectáculo gratuito.
Así estuvieron ocupados cientos de hombres durante
los muchos días de la restante primavera y del cálido verano, cuando fue que se
empezaron a ver los primeros resultados. Uno de los capataces, mientras miraba
alejarse el suelo subido al ático de la construcción, comentó a sus muy pegajosos
ayudantes: Ésta nuestra torre, pronto
alcanzará los cielos.
Aún faltaba para tan extraordinario logro, pero la
distancia, con seguir siendo incalculable, no dio lo suficiente para evitar que
las ensoñadoras palabras del atrevido capataz, en su torpeza, llegaran a los oídos
del Creador Supremo, el cual, aunque pueda sonar raro dada su naturaleza omnisciente,
enseguida se supo amenazado y ni un instante dudo en ponerse a parar aquel desenfrenado
y oprobioso proyecto de los hombres, confundiéndolos en sus lenguas.
Y de la única lengua que hasta entonces hablaban
los hombres –incluidas, ahora sí, las mujeres– como un solo Hombre, hizo el
buen Dios de Rainer María Rilke infinitas versiones.
Merecido castigo el que recibieron. Mas como a
Dios, y a la vista está, no es que le acaben de salir bien las cosas, sucedió
que los hombres pronto supieron cómo aprovechar las cosas a su favor una vez
más. Y si bien es lo cierto que jamás tendremos una torre desde la que asaltar
los cielos, ganamos, con el cambio, las múltiples Literaturas Nacionales que cubren
el Planeta.
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