En tanto lectores nos priva la hipotética dicha de
encontrarnos un día a nuestro escritor favorito, antaño se diría en una
situación extrema, tan extrema como resulta sufrir un desprendimiento de retina
–ambas retinas– mientras el pobre se
dirige, ciego ya, hacia el borde de un acantilado [en la abrupta costa
inglesa], y tú, lector suyo entregado, te lanzas a por el, como hacían los
pilotos japoneses contra los portaaviones norteamericanos -¡Qué kamikazes!–,
para cogerlo justo cuando ya se despeñaba, poniéndolo a salvo. Hoy, seguramente
la cuestión sea un cuestión menor en la cual el lector fans se conforma con
hacerse una autofoto con su escritor y
la cosa no vaya a más.
A los escritores nos suelen entusiasmar tipos como
estos. Soñamos con ellos. Calculamos sin parar el número de fieles con los que
contamos, y las veces que nos reunimos entre nosotros, nos los echamos en cara
los unos a los otros, igual que los generales envían al contingente de su tropa
a la batalla, confiando en que gozar de una mayoría de adeptos incida
favorablemente en nuestra victoria sobre los otros.
Y el caso es que debía ser lo más opuesto a lo que
hasta ahora mismo llevo escrito. Es decir, como escritores nos debería privar
encontrar lectores que nos lean y nos quieran y terminen siendo de nuestra
manada, porque estando ellos en peligro de muerte, caminando sobre el borde
escarpado de un precipicio, tuvimos la osadía suficiente para lanzarnos en su
auxilio.
Pero eso es así siempre –me interrumpe un escritor
triunfante en el transcurso de mi charla en una de esas reuniones que ya he
mencionado.– se cuentan por miles los
lectores a los que mis libros les han cambiado la vida.
Sobra lo que de inmediato le respondo sobre que
cambiarle la vida a alguien no significa salvarle la vida. Y además –adquiero
un tono jocoso con ánimo conciliador– tampoco queda muy claro que le cambiaras
la vida si en su nueva vida te han de seguir leyendo. Más parece con ello que
tus libros premiaran con el reintegro, pero jamás con el premio gordo.
Lo que pasa –se levanta con aire de pelea, aunque yo
ya haya hecho lo justo para evitarla– es que tú eres un escritor menguante.
Cada vez que publicas tienes menos lectores.
Desisto de explicarle que si así fuese –y tengo más
que razones para no creer en lo contrario– eso sería una buena señal. Señal de
que la gente ya no me necesita. Pero no me voy a poner a averiguar si por
exceso o por defecto.
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