No lo puedo evitar. Acaso no lo quiera como de veras hay que quererlo:
mitad esperanzado y mitad paciente. Y el caso es que lo siento. Mucho y en profundo.
Lo siento como cuando te hieren con una cuchilla de afeitar y a la vista de la
sangre te desmayas. Pero bueno, así son las cosas; al menos las cosas mías, las
cosas que a mí me suceden y me desequilibran cada día. En concreto, y para ser
breve, pues no es cosa de perder el tiempo cargando con cuanto sólo nos
deteriora avant la lettre, voy a referirme a lo que me pasa y siento, y detesto
sentirme así como me siento, al iniciar la lectura de No volveré a ser joven, de
Jaime Gil de Biedma, y leo, en voz alta, para alejarme un poco de las palabras
que me llegan extrañas, repito: Que la
vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde... y ya no puedo
continuar porque una segunda voz se me echa encima, así un camión volcara sobre
mí toda su carga de arenas movedizas –desde muy chico les tengo pánico por
culpa de las películas de Sandokán, el tigre de Malasia. Es una voz bronca, tenebrosa,
arcaica, como la que en la verdad histórica debieron gastar Pedro Picapiedra y
Pablo Mármol. Y esa voz que oigo repite incansable, mortecina, como un mantra recitado
por monjes infernales: En el día de hoy,
cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus
últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
Por favor, no adviertan tan temprano la derrota. Y quién es quién para
decir que las guerras acaban algún día. Al menos, las guerras civiles.
...la
vida
Val
només per moments
Inesperats
d’intensa
Felicitat
que no podem
Fer
nostra del tot
Ni
retenir-la gaire estona.
Tampoco es mucho pedir, como me
aconseja Joan Vinyoli.
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