jueves, 10 de septiembre de 2015

El principio de Arquímedes




Un cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido en reposo, recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al peso del volumen del fluido que desaloja.

Menos cando se trata dun terrón de azucre ou dunha bolsiña de té, me dice a la oreja, como el astuto demonio al niño comulgante, el galego sabio a quien le he realquilado una buena parte de mis enten-dederas.

Vayamos por partes, le contesto harto de sus constantes intromisiones en los momentos en que, sin nada mejor por hacer [T. no está conforme y me señala la mesa sin recoger], me pongo a pensar mientras fumo y pareciera –mejor- que contemplo las musarañas. En primer lugar, el fluido debe estar en reposo y no agitado por los requiebros de la cucharita indecente que lo hace rebalsar. Luego, tampoco tengo muy claro si un terror de azúcar, como cuerpo tangible, goza de las mismas propiedades entero y una vez disuelto. Y de la bolsita de té, lo que se queda es la esencia, que poco cuerpo gasta. No me valen tus ejemplos, galego del alma mía.

El silencio profundo al que el galego se castiga, me permite seguir con mis reflexiones al respecto de un principio al cual debemos tener por indudoso (me gusta más que indubitable, pues este término me suena a chicle), en especial cuando conviene y sostiene la propia reflexión.

No pretendía yo, como es obvio, cuestionar en modo alguno el teorema del gran Arquímedes, pues de física entiendo poco: lo poco que me enseñaran en el bachillerato, sino aprovecharlo para ver si era aplicable al hecho mismo de pensar, reformulándolo más o menos así: Un concepto total o parcialmente sumergido en un pensamiento en reposo, recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al peso del volumen del pensamiento que desaloja. Teniendo por metafórico que el concepto es un cuerpo sólido y el pensamiento, los pensamientos, el fluido [tal como lo ve Zygmunt Bauman] en el cual se mete el concepto, como un nadador en una piscina climatizada.

É vostede un puñetero culterano, oigo de nuevo del galego la impertinencia.

Las metáforas, querido amigo, van para futuros axiomas –le contesto y vuelvo a lo mío, convencido, a la par, de que el tolo disparaba menos contra mí que contra la propia Física.
No se sí conocerán -supongo que sí, no soy tan pretencioso como para creerme más enterado que nadie- la placentera circunstancia en la cual ‘nadaba’ el siracusano en el momento de la enunciación. Se encontraba –dicen sus biógrafos más atrevidos- en la bañera. El agua le alcazaba por encima de las rodillas, pues permanecía erguido mientras se enjabonaba el pecho, la espalda y, con especial atención y cuidado, las axilas, el sexo, la barba y la melena, es decir, las partes velludas del cuerpo, allí donde se suele refugiar la mugre del irrefrenable escrutinio higiénico. Al rato, quiso aclararse, y a tal efecto se sumergió por completo en la tina. Se debió enfriar el agua en el ínterin, pues fue vista y no vista la inmersión. Saltó fuera como impulsado por un resorte, como si el secador del pelo, enchufado en mala hora, se hubiese caído al agua y Arquímedes recibiera un calambre, pero de poca intensidad, dado los recortes que padecen los griegos. ¡Eureka! gritó, lo cual viene a significar ¡lo encontré!, ¡lo descubrí, a lo mejor refiriéndose al maldito secador que lo había escaldado como a un gato coscón.

Pues no. Lo que acababa de encontrar, de descubrir, el físico electrificado fue, desde ese preciso momento, su aclamado e irrebatible (lo uno por lo otro) Principio. Hecho que lo llenó de felicidad y vació en parte la bañera, siendo esto último -comprender que el nivel del agua subía y bajaba conforme el entraba o salía del agua- la causa motriz del mismo.
La ciencia ha de ser empírica o aburrida, de modo que ese día el viejo Arquímedes debió bañarse un sinfín de veces para al final tener por certeza que siempre ocurría igual. Pero las metáforas, como ‘en realidad’ viven en terreno de nadie, en tierra todavía baldía, no requieren el costoso consenso de la experiencia. Y ni siquiera hace falta creer en ellas tanto como en su apariencia o sugerencia. O sea, que si el Maestro sigue llevando razón después de tantos avances, yo también la he de alcanzar, y Un concepto total o parcialmente sumergido en un pensamiento en reposo, recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al peso del volumen del pensamiento que desaloja. A poco que me espere, como Calderón de la Barca hubo de esperar a Guy Debord para ver transformado su metafórico Gran teatro del mundo en el resabiado concepto de La sociedad del espectáculo.

Seguro, como lo ha de estar un buen discípulo, de saber de lo que hablo y de llevar entre manos un asunto grave, me propuse –signo de mi engreimiento adquirido- tirar del hilo hasta donde éste pudiese alcanzar, si el galego seguía a lo suyo sin molestarme.

¿Qué consecuencias pueden acarrear el hecho de introducir un cuerpo sólido en un fluido cualquiera, amén de ser un Principio elemental para la ciencia física y las formas del pensamiento? Pues, en primer lugar, que el fluido se derrame de su continente. En el caso del agua de la bañera de Arquímedes, la cosa sólo llega a constituir, y si acaso, un pequeño engorro: hay que limpiar, pues ya lo dijo Vicente Aleixandre: cuando el agua se va queda en los bordes. Además, es sabido que el agua acaba, mayormente, reencarnándose en agua. Pero al tratarse de un concepto introducido a machaca martillo en el fluido de los pensares, la cuestión se agrava con manifiesta crueldad. Ya no sigue el pensamiento su ciclo natural, como sería el recrearse a sí mismo, en pos de satisfacciones inmediatas que no dejan de estar a su alcance y son fáciles de apalabrar. Ahora el pensar consistirá en pensar (en, sobre, basta) ese concepto forastero de modo y manera que sea él lo que haga de nuestras cavilosidades presentes un pensamiento puro y, sobre todo, docto. ¿O no sienten que la cabeza se les va al pensar? Pues eso no es otra cosa que un concepto se les ha metido en ella y anda trasteando por allí, como el irpf en la nómina mensual.

No sé qué harán ustedes ahora que lo saben, pero yo he decidido que de pensar para la Hacienda no voy a volver a pensar en la vida nunca jamás. Porque si es posible desembarazarse del concepto en buena ocasión, me dirán qué pasa con la mugre que dejó Arquímedes en la tina donde se bañaba.
(A Carlos Lorenzo Gómez Tejada)

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