Pero, a la vez, se
hace cada vez más claro que sólo existe una alternativa: “política o morir”.
Todos hemos
experi-mentado los límites del falso asamblearismo y la horizontalidad. (...) Tendríamos que encontrar formas entre el espontaneísmo y la organización
militante.
Ada Colau[i]
A priori y, como si dijésemos, fuera de texto,
advertir que en cualquier dicotomía cuya otro término sea la muerte (susto o
muerte), conviene decantarse por lo primero, sin reflexionar siquiera.
El fantasma nunca ha dejado de recorrer Europa. Hibernaba,
pero con estos inéditos calores que nos ha traído el también espectral, para
algunos, Cambio Climático, lo han despertado y, al parecer, trae un hambre de
siglos sin probar bocado. Y no hay nouvelle cuisine para tantos. En consecuencia,
a quienes sí que tienen qué comer les ha entrado de nuevo aquel miedo que la
caridad socialdemócrata (ya lo dijo el viejo dadaísta Grosz: Más adelante la socialdemocracia resultó ser una
inocente compañía de seguros para el proletariado[ii])
les había enseñado
a dar por suspendido, como el sarampión o la viruela.
Quizá lleven razón y por eso se estén volviendo tan
precavidos: Tú, primero, paga, y después ya
hablamos. No quieren permitir ni siquiera el sueño de cazar al oso. Sin
embargo, para mí que exageran. No hay para tanto. Los fantasmas no existen. O como
máximo, son pixeles; imágenes digitales que un preciso y caro cortafuegos mantiene
a raya. O sea, que no hay motivo para que nadie ande asustado, temeroso de lo
que pueda traer algo tan vaporoso como a día de hoy se representa a sí misma la
Izquierda. A las pruebas me remito, como se suele decir antes de percatarnos de
estar rodeados por trileros ruines.
A todos los efectos el miedo el miedo a un cambio de
episteme política (concentrada en la falsía del bipartidismo) se ejemplifica en
Syriza y Podemos. En la realidad griega de Syriza y en las probabilidades de un
éxito electoral inaudito de Podemos en la España de la cansina Cecilia, que fue
quien nos la devolvió a todos. Pero ninguna de estas supuestas propuestas
alternativas, situadas estratégicamente en los dos extremos de la pinza mediterránea,
resisten una mirada atenta; que profundice hasta lo más hondo en el natural
entusiasmo que en un primer momento de euforia pudieron provocarnos, y lo
festejemos en feliz acuerdo.
A día de hoy, 14 de julio 2015, Tsipras parece haber
recuperado ‘el sentido común’ y aceptado el acuerdo que le permite seguir en Euro-pa.
Ha dicho no al No de la ciudadanía entusiasta, capaz de reaccionar ante las
catástrofes más devastadoras[iii],
pero cuánto más insolvente en el Día a Día de la vida asentada de la polis. Es
decir, de la ciudad, de la ciudadanía trascendida[iv].
A pesar de la cuantificada aceptación electoral de
las agrupaciones ciudadanas en las últimas municipales y autonómicas del mayo
último, Podemos, de la mano leninista de Pablo Iglesias, rechaza de pleno esa
estrategia para las generales por venir. Promete el más rotundo fracaso de la
izquierda, caso de presentarse de forma unitaria, como sombra de un frente
popular impronunciable. En cambio, vuelve a prometer con el mismo olfato de un
Adolfo Suarez en plenitud, la sola presencia del Partido –Podemos- será lo que
aglutine a las masas –nominación odiosa- en la correcta dirección. O no será,
añado de mi cosecha.
En el punto de salida de Syriza y Podemos figura el
rechazo a la institucionalización de la política. Se reclamaba, entonces. una
política participativa, asamblearia, de hechos en lugar de propuestas, que le
arrebatara el poder a las castas que vienen conservando la adecuada ‘reflexión’
a la cultura política, en el sentido que sugiere Félix Duque[v]:
(las castas) Al adueñarse de la cultura
(no sin resistencia por parte de los “materiales”, físicos o sociales) so
pretexto de protegerla y fomentarla, aquellos que poseen fuerza y prestigio
suficiente como para imponerse sobre los demás adquieren, por esa ‘capitalización
cultural’, legitimidad de origen, o sea: auctoritas (de augeo, puesto que el
así ungido viene por ello situado como cabeza y guía del crecimiento de las
semillas de vida de los gobernados). Con el tiempo, tal actitud
‘esperanzosa’ del todo frente a las supuestas élites (orteguismo pret a porter,
de saldo) ha girado sobre sí misma los famosos “180 grados” de rigor y nos
oferta, ahora, su imagen especular, en la cual, pese a todo, debemos seguir
viendo –no con fe, sino con el convencimiento ‘científico’ que nos da el conocimiento
de los efectos ópticos- la veracidad de la imagen prístina.
¿Estrategia? A lo sumo: picaresca, aunque tampoco. Porque
lo que esconden las posturas tanto de Tsipras como de Pablo Iglesias, Syriza y
Podemos, por encima o por debajo de las ‘condiciones objetivas’ que se puedan
traer al caso, lo que reluce es un retorno de lo mismo, la recuperación de la
política en su sentido más fuerte y añejo, aquel que lo confunde todo con los
intereses del Estado. La política que deviene como práctica de un pasado ‘atesorado
y sagrado, merecedor de ser conservado’ [ya sea la Unión Europea o la Unidad
Nacional, en evidente oxímoron] en tanto base
y garantía (mítica o religiosa) de la justificación del poder[vi].
Y, por supuesto, un continuum impermeable en el cual, y en nombre de esa preservación de la cultura (política), históricamente consolidada, la autoridad
se arroga también la potestas, el poder de sofocar violentamente cualquier
desviación de unas narración –mítica o histórica- propuesta de antemano, e
interesadamente: a priori...[vii]
El marxismo de andar por casa en ropa interior lo expresa de una manera más desvergonzada,
por paradójica: ...la Historia la hacen
hombres y mujeres insertados en unas condiciones históricas concretas y objetivas[viii].
Lo que obrando en ‘tiempo presente’ viene a querer decirnos: ...la política la
hacen hombres y mujeres en unas condiciones políticas concretas y objetivas. Es
como si prevaleciera, ‘dialécticamente’, la maldición bíblica según la cual las
condiciones creadas por uno tendrán efecto y permanecerán inmudables durante
las siete generaciones siguientes.
Llegados a este punto, no nos resultará arriesgado en
exceso afirmar que la reducción de los Movimientos ciudadanos –válidos, sin
embargo, para los fragmentos del Estado: municipios y comunidades- a Partido
político perpetrada por Podemos a la sombra espectacular de los medios, guarda
algunas semejanzas con la noción de arbitraje, mas no en el sentido de
mediación y sí en el de factor de direccionalidad. Una vez en el poder (incluida
su oposición), el Partido ya no es el que supuestamente ha de mediar entre las
virtudes del Estado y las necesidades de los gobernados (incluso porque el
término gobernados ya no lo permite así), sino el sujeto validado para resumir
estas necesidades en aquellas virtudes, e imponerlas, manu militari si es
preciso.
Una vez la polis (espacio abstracto de accesibilidad
restringida) ha sustituido ‘conceptualmente’ a la ciudad (de civitas, según
Isidoro de Sevilla, una muchedumbre de personas
unidas por vínculos de sociedad, y recibe este nombre por sus ciudadanos, cives,
es decir, por los habitantes mismos de la urbe, porque concentra y encierra la
vida de mucha gente...[ix]),
el hecho es parangonable con la distinción, también intencionada, dirigida, de
la conversión del juego en deporte -terreno donde, al decir de Rafael Sánchez
Ferlosio, se dirimen en la actualidad los conflictos nacionales-, aun cuando
los dos sigan coexistiendo de forma pacífica siempre y cuando no se invadan
competncias. Para jugar basta la participación [en el juego] ‘de una
muchedumbre de personas” bajo unas reglas consentidas y que, por lo normal, se
van estableciendo conforme surgen los posibles conflictos entre los jugadores. La
vigencia de las mismas, dura lo que el conflicto tarde en resolverse. En el
deporte, por el contrario, se ha de actuar a la férula de una normativa
apriorística cuya única razón de ser, como hemos señalado, no es otra que la de
conservarse a sí misma, a expensas, inclusive, del ‘resultado del encuentro’,
de lo requerido para la ocasión.
Consecuencia: que el Árbitro –lo Partidos Políticos,
sin rodeos- pierden su original función mediadora entre el gobierno y la
ciudadanía en cuyo nombre acude y acuden, Árbitro y Partidos, para significarse
como la figura del Poder omnímodo, pero inmaterial en su verdad más honda, en
el que el deporte y la política tienen su asiento. Emblema de autoridad, así
pues, rodeado de la vieja aura de la obra de arte, por decirlo con palabras de
Walter Benjamin, puesto que el arte y la política comparten el combate por ser
lo concreto universal.
Para acabar, una anécdota. A cualquiera en sus
cabales le sorprende ver que, en el transcurso de un partido de fútbol, por
ejemplo, el árbitro castigue con mayor severidad el que los jugadores se dirijan
a él con malos modos que la ‘natural’ violencia entre los mismos, tratándose
como se trata de un ‘juego de hombres’. Pues bien, quien sienta semejante
extrañeza, puede andar, sí, en sus cabales, pero también es que no ha entendido
nada. Lo único que no admite interpretación, en el deporte y en la política, es
la autoritas del agente de la Autoridad. Cuanto hacen es en memoria suya. Amén.
[iii] La contribución
ciudadana se está canalizando, cada vez más, a través de las ONG. Es decir, lo
alejado de la política como acción exclusiva de los Gobiernos.
[iv] Para la evolución filológica de Polis, Ciudad, Urbe, véase la oportuna
colaboración de Marta Llorente: Nombres de ciudades, en Topología del espacio
urbano. Palabras, imágenes y experiencias que definen la ciudad. Marta Llorente
(Coord) Abada editores, Madrid 2014.
[v] Félix Duque, La fuerza de la cultura y la cultura del poder. En
Revista de Occidente, nº 409, junio 2015.
[ix] Isidoro de Sevilla, Etimologías. Bibliotca de Autores Cristianos,
Madrid 1995. Citado por Marta Llorente, op. cit.
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